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'Wera pa' (mujer falsa): Así viven las indígenas transgénero en Colombia

Tras escapar de los castigos a los que les sometieron en sus comunidades por vestirse de mujer, un grupo de adolescentes indígenas transgénero conviven en un pueblo cafetero de Colombia donde pueden expresar su identidad y se sienten a salvo del machismo y el estigma.
10 Mar 2018 – 09:00 AM EST
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Johana, Eliana y Viviana, son tres de las mujeres de la etnia Embera que encotraron refugio en Santuario. Crédito: Víctor Galeano

SANTUARIO, Colombia.- Un sorbito de ron. Una raya negra en la mejilla. Una calada de hierba. La música que intenta arrancar. La casa está incendiada porque hace un par de meses la fiesta se les fue de las manos. Otro trago de ron. Una sombra morada en el párpado. Los chicos trepan por las paredes para intentar pasar cables y conectar a la electricidad unas bocinas con luces de neón que les llegan a las rodillas. Las chicas hablan, se maquillan, se ríen. Ellos sirven el trago en los tapones de la botella. Ellas beben. Ellos también. A cada ratito, una pareja se va atrás del edificio en ruinas. Vuelven acomodándose la falda, el pelo y el maquillaje, ellas. La bragueta, ellos.

La música hace otro amago de que va a sonar, pero después de dos golpes de algo que intenta ser reggaeton vuelve a callarse. Se oyen los grillos cantando a pecho por el calor. En el porche, circula el trago y corre el aire. Bajo el sol, solo aguantan los cafetales. Y Elsa, que llega corriendo entre las matas para ver si está Johny, que es su novio y que le da miedo que se vaya con otra. O que ya se haya ido, porque no lo encuentra. Cuando alcanza la casa de cemento viejo y negro por el incendio, Elsa es la única sobria.

Sandra tiene hace rato los ojos desviados, la cara sudada y el colorete borroso. Angélica con los brazos en jarra y Viviana, manos en la nuca, posan para una foto. Leidi y Fernanda bailan. En otra fiesta el año pasado, Elsa sí estaba ida. Le gritaba a Johny, o al Johny de ese momento, que a ella nadie le pegaba. Estaba empapada, minifalda verde, camiseta roja y rota pegada al cuerpo, con el pelo chorreando por la tormenta y por el agua que se había tirado por encima para sacudirse la borrachera.

—¡Qué chimba! ¡Gonorrea! ¡A mí no me pegas!, iba gritando mientras tomaba con rabia de una botella de plástico.

La primera vez que se vistió de mujer, Elsa tenía nueve años. Frente al espejo, se puso un vestido azul y un collar de bolitas de plástico rojas y negras que en Colombia se llaman chaquiras. Mientras empezaba a maquillarse, sola en casa cuando todavía la llamaban José, su madre entró de repente. La desvistió como quien despluma una gallina. La regañó, la golpeó.

—Tú eres un hombre—, le dijo. Elsa escuchaba, para qué contestar, y se quedó con la idea de que lo que hacía, aunque le parecía natural, era algo malo. Nunca antes había visto a alguien que se vistiera como lo que no es.

Pasaron tres años en la comunidad, en el Chocó, una zona de selva profunda y de costumbres tiranas. A los 12, cuando ya la consideraron mayor, la encadenaron a un cepo, a ver si se le quitaban las ganas de ser marica. El mismo castigo que la justicia indígena da a ladrones o violadores.

“Una mujer gay piensa en salir desde muy pequeño porque a uno el papá, la mamá y los hermanos siempre lo tratan mal. Le pegan, lo echan... Los indios siempre maltratan a los que son así como nosotros. Cuando estaba allá no pensaba nada... solo pensaba 'me voy a salir de acá, me voy a salir”, recuerda Elsa. En cuanto la soltaron al fin, escapó.

Allá es jungla adentro. Se fue de día, vestida de hombre para no llamar demasiado la atención. “Adiós mamá”. Tenía 13 años. Llegó a la carretera. De ahí, a un pueblo. De ese pueblo alcanzó otro. No necesitó llevarse nada.


Acá es Santuario. Santuario es uno de los municipios más cafeteros del eje cafetero de Colombia y el único de la zona sin resguardos indígenas, donde reina la autoridad propia. Es el lugar donde cada cual gasta lo que gana y vive como quiere vivir. Rodeado de faldas infinitas, verdes y brillantes como el cristal de las botellas de vino. En Santuario hay trabajo para todos.

Para recoger el café colombiano, uno de los más cotizados del mundo, se necesitan muchas manos ágiles que distingan sin pensarlo los granos verdes de los maduros. Nadie pide explicaciones a nadie. Los campesinos van y vienen siguiendo la cosecha.

Los indígenas Embera, escuetos, robustos y perfectos para escurrirse entre los palos de café, salvan la temporada. Los patrones necesitan tanta mano de obra que cuando no pueden esperar a que lleguen, los buscan cerca de los territorios donde viven y los traen en jeeps atestados, colgando de una puerta o sentados en el techo.

Elsa es mujer desde que tiene uso de razón, pero vive dedicada a convencer al resto de que es así. Primero, su familia, luego, su comunidad, y después, a los patrones y al resto de recolectores, hombres flacos de manos largas y sombreros de alas anchas, que las miran como especímenes algo misteriosos, algo incómodos. Las llaman “los gays”. Cada madrugada a las cinco, antes de desaparecer bajo los arbustos de café a las seis en punto, ya tienen las cejas dibujadas con lápiz negro y los labios de rojo. Una mañana de mayo, Karen, en lugar de bajar a trabajar, empacó sus cosas en una bolsita y se fue para otra finca: “Adiós patrona”.

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Con dos palabras, Elsa también dejó atrás todo lo que conocía y partió a la deriva sin documentos. A los 15 años, dice que no tiene fronteras. Su comunidad ahora es un grupo de adolescentes que pelea cada día con lo que significa ser mujer. Angélica tiene 16. Viviana, también. Johana, 15. Yulisa, 14. De una veintena, solo dos admiten tener 18 o más. Pero ellas viven al margen, con su idioma y sus interrogantes y sus novios, también indígenas Embera porque rara vez alguien en su comunidad se junta con un blanco, un negro o un indígena de otro grupo. En Santuario, nadie se mete en los temas de los “indios”. Cobran al día o al kilo, depende de la época, y las cuentas quedan saldadas cada sábado. De ahí pueden volver a empezar. Con otro nombre o con el mismo. El número de cédula: “no tengo”. Nadie pregunta. Cuando se aburre, Elsa piensa en irse a la ciudad y vender artesanías o a venderse. La prostitución es lo que ha visto que hacen las ‘trans’ blancas.

Mientras deciden algo mejor, los sábados se beben lo que ganan. Toman con entusiasmo y fuman marihuana con sensualidad hasta el delirio, las peleas y el sexo en esas fiestas perdidas en la montaña que organizan con aburrimiento, con la rutina de quien va a la iglesia. Después del ron, viene el guaro. Y ya al final el alcohol de farmacia para las heridas. Alcohol antiséptico Osas a 3,000 pesos (un dólar) la botella. No ingerir, dice la etiqueta. La fiesta se acelera. El vallenato golpea al fin duro.

En el pueblo tratan de evitar que los indígenas se emborrachen demasiado porque arman escándalo. Es un pacto tácito entre las autoridades y los dueños de las cantinas que poco a poco se fue también extendiendo a las fincas para poner orden. El patrón dice que el año pasado hasta mataron a uno de tan borrachos y que le quemaron los genitales a otro. La idea de que el alcohol desata una cierta locura entre los indígenas no es nueva. Históricamente, en Colombia se les prohibió la chicha, una bebida a base de maíz fermentado que en muchas culturas, la Embera, se toma con un sentido ritual pero que las clases dominantes interpretaron como una forma de posesión. A principios del siglo XX, los médicos en Bogotá llegaron a acusar a la sífilis y al “chichismo” de la degeneración del pueblo.


“Son unos indocumentados”, lanza un paisa, como llaman a los blancos, que responde por Restrepo. Se lo dice al pesador que registra en una libreta cuántos quilos de café ha cogido cada uno al final de la jornada. Luego tira sus granos por un embudo gigante hacia el camión. Por la tarde, sentados encima de la cosecha suben todos los trabajadores para evitar caminar la loma hasta el alimentadero, como llaman a la barraca donde comen, duermen y pasan el tiempo libre. También le llaman cuartel. Hay tres comidas al día y unos cuartos con literas de madera y colchones de paja. “Por la noche no necesitan nombre”, añade Restrepo con una carcajada sobre sus compañeras.

Cuando hablan de “las primas” o “los compañeritos gay”, los demás recolectores siempre dejan ir media sonrisa. Que las escuchan gemir y coger con “los primos”... Elsa, como Viviana o como Angélica, está cansada de que esos hombres le toquen las nalgas o se le acerquen entre los arbustos o en medio de la noche. No es impotencia porque no se deja. Es un fastidio.

De madrugada, antes de cargarse a la cintura el cubo de plástico que llenarán varias veces en todo el día, las chicas también dejan la casa barrida. Sus madres lo hacían así: se levantaban a las cuatro para preparar desayuno y atender el hogar antes de salir al campo. Los patrones dicen que las ‘trans’ llegan a representar uno de cada tres indígenas que laboran en las fincas de la zona: Santuario, Belén de Umbría y Apía, los primeros municipios con los que topa quien sale de las selvas de Chocó hacia el este, donde empieza a extenderse el eje cafetero.

“Son muy buena gente. A veces pueden ser más listos que uno y todo”, dice Nancy ‘La Mona’, cocinera y matrona de la finca La Judea desde la puerta del salón donde pasa las tardes viendo novelas.

“Dios los soltó en este mundo al libre albedrío. Dios los hizo hombre, pero ellas quisieron ser así. Dios no la hizo a ella gay, desde ahorita quiso ser así. Ellas quieren ser mujeres porque como se ponen aritos, tienen senos y la mujer es muy linda, entonces ellos quieren ser eso... y casi todos se están volviendo así”, continúa. “El que se fue ahorita, Karen, ¿no?, yo lo conocí varoncito y ahoritica que se fue con el marido... Aquí había una que se llamaba Maryeli, pero esa sí tenía cuerpo y cara de mujer. Se aplicaba inyecciones para que le creciera la cola, iba a Pereira a esas gentes que saben aplicar inyecciones... esa vieja es un hombre pero con las inyecciones, eso ya es una mujer…”

“Mire que los cabildos han venido, las han empelotado y las han motilado (rapado)”, añade La Mona haciendo el gesto de cortar el pelo. “Y se las han llevado y ellos vuelven y hacen lo mismo. Una vez en el parque vinieron varios cabildos y cogieron a todos los gays, les trajeron ropa de hombre y los motilaron a todos. Y de allá se escaparon y regresaron. Para ellos esto no está permitido”.

El monólogo de La Mona sigue. Puede hablar sin parar porque dice que ya lleva años conviviendo con las primas mientras las otras se ríen nerviosas al verse retratadas en las palabras pesadas y torpes de la patrona. No son todo eso que ella dice, pero tampoco merece la pena explicárselo. Aunque viven en la misma casa y comen lo mismo tres veces al día, la diferencia entre haber nacido en un pueblo de 8,000 habitantes o en la selva es como estar en la orilla y el fondo del océano. Es la distancia que separa a una mujer blanca bien casada con el administrador de esa finca y con presupuesto para un televisor y una visita al ginecólogo de vez en cuando de una joven indígena y transgénero que solo se hace preguntas.

“En esta finca no se emplean a menores de 18 años”, lee un cartel pegado a la pared en la parte exterior de la cocina. Está firmado por Comercio Justo, aunque el organismo que garantiza las condiciones laborales y ecológicas de la agricultura sostenible, asegura que nunca ha registrado una irregularidad relacionada con asuntos de personal en ese municipio. Con ese sello de responsabilidad social, el municipio de Santuario, a través de una cooperativa de campesinos regional, exporta su grano orgánico principalmente a Estados Unidos. Starbucks o Dunkin Donuts son los principales compradores de ese café, que llena miles de tazas de cartón en Nueva York o San Francisco cada año. El alcalde Everardo Ochoa, de familia de terratenientes cafeteros, también sabe muy bien cuál es la situación con los indígenas: “Tienen menos papeles que un marrano robado”. Sabe que hay menores, aunque a los niños no los aceptan si no vienen con sus padres. Pero si se ponen a mirar demasiado fino, la cosecha se pierde.


El fantasma de que las autoridades indígenas vendrán a buscarlas para llevarlas de vuelta a la comunidad siempre está ahí. Que van a cortarles la melena que tanto les costó hacer crecer, que llegarán los paramilitares a hacerles daño. Que se las llevarán amarradas o les quitarán la ropa. Todo el mundo recuerda alguna escena, o le contaron que alguno de estos terribles castigos ocurrió en el pasado o escuchó el cuento en boca de alguien.

En el pasado, Santuario fue el escenario de peleas sangrientas entre liberales y conservadores, algunas, matanzas; otras, riñas de taberna. Hoy, aunque es un lugar apacible y su himno canta a sus “colinas de placeres y encantos, refugio de esperanzas y amor”, las tabernas se calientan con aguardiente los fines de semana, bombillas de colores y rancheras. La plaza de mercado tiene las cuatro esquinas selladas por el salón de juego, el bar, una casa donde pagan los salarios y una iglesia desproporcionadamente grande y blanca, La Inmaculada. También hay casa de apuestas, tienda de ropa con maniquís tetonas y culonas, farmacia, discoteca, carro de pollo asado, dulces y muchos jeeps que bajan y suben desde las fincas. Un sábado de marzo de 2015, Fernanda, que tiene 14 años y uno independizada, hablaba con dos amigas en el balcón en el primer piso del centro comercial del pueblo.

Un púber con la camiseta amarilla del equipo de Colombia le silba desde la calle. Ella baja corriendo para ir a desayunar con él. Fernanda corta el pollo suavemente y mueve el tenedor con delicadeza y sin hacer fuerza. Uñas de manos y pies llevan exactamente el mismo tratamiento: rojo intenso con una capa de escarcha, desconchadas y llenas de tierra en las cutículas.

—Tengo las manos arruinadas de trabajar en el campo —, dice. Fernanda López habla más que el resto. Ha cobrado 380,000 pesos por los 500 kilos de café de esta semana. Compra champú de caballo que dice que le hace crecer el cabello más rápido. Lo lleva por los hombros pero quiere que le cubra la espalda. —Vamos a rumbear—, apresura con el último bocado.

—A mover las caderitas y a tomar—, la apoya la que se hace llamar Leidi Johanna con voz de chico imberbe suavizada con toda la intención.

—¿Sabes algún truco para que me engorden las piernas?—, pregunta Fernanda. Las suyas se asoman flacas debajo de una mini vaquera ajustada sobre una cadera recta, estrecha. En la parte de arriba, un top ceñido de rayas rosas y blancas.

Tres años después, Fernanda está mucho más flaca. Sigue yendo con Leidi, que también ha perdido los cachetes que todo el mundo pierde cuando crece. Van en manada detrás de los chicos, que compran el alcohol y lo necesario para la fiesta rutinaria del sábado. Después de dar vueltas durante un par de horas en ese pueblo casi vertical, dos docenas de adolescentes buscan el jeep para irse adonde nadie los molesta.

En este tiempo, Leidi encontró el coraje de volver a su comunidad, pero le fue más o menos. Su mamá y ella lloraron. Su padre volvió a gruñir. Y ella le dijo: “Papá, no me regañe porque si hace así no van a volver a verme”.

—No quiero decir el nombre de la comunidad porque allá lo castigan a uno.

—¿Es una cosa de familia o de los líderes?

—Los líderes.

Fernanda dice que también ha regresado, que pasó allí el 24 y el 31 de diciembre, pero no quiere contar por qué no ha vuelto. Ella, que hablaba mucho, ahora prácticamente no abre la boca.


Geraldine acaba de bañarse porque ya no soportaba el calor. Lleva un vestido negro y apretado, la melena lacia y húmeda y la cara cubierta de una capa de polvos blancos. Vive en Medellín, tiene una carrera universitaria y es secretaria del gerente de una empresa que hace pruebas de paternidad con análisis de ADN. En los siete años que lleva en la ciudad escuchó muchas palabras: gay, hombre, transformista, mujer… Entendió que tenía derechos y descubrió que había más gente como ella. Ahora se considera transgénero y forma parte de un colectivo LGTBI.

Cuando supo de Fernanda, de Elsa, de Angélica y de Leidi, quiso ir a conocerlas. Nunca había imaginado que había tantas niñas trans también Embera.

—Una toma la decisión de tener una vida alternativa. Cuando tenía 18, reuní a toda mi familia para contarles quién era yo y ver quién me apoyaba. Ver si me quieren o no. Fueron mi abuelo y mi tío mayor los que no me aceptaron, pero el resto, sí. Pero igual me salí de mi comunidad—, cuenta Geraldine. Un hombre, cuenta, la apuntó con un revólver y le dijo que se fuera, calladita, para no dejar en riesgo a su familia. Ella no quiso que mataran a nadie por su culpa, así que arrancó.

—El papá de uno dice que no se puede vestir así…—, susurra Leidi.

—El papá de uno tiene que entender —, responde Geraldine.

—Unos ven solo la ropa, pero es más que la ropa, es la personalidad de uno, ¿no?

—Sí. Uno tiene que salir y contar a la sociedad y el territorio tiene que respetar nuestra condición. Si la comunidad no lo acepta, uno tiene que hacer una tutela o presentar una opción alternativa... son muchas cosas. Cuando llegué a Medellín empecé a estudiar, a buscar una solución, a buscar cuáles eran nuestros derechos, qué era la población LGTBI (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales)… Bueno, tú también fuiste muy fuerte al decir a tu papá que no ibas a cambiar, aunque fuera sin abogados y sin la ley porque estuviste seis años sin regresar. ¿Y no regresaste por miedo?

—Sí, por miedo.

—No importa tu condición, tú tienes que tener muy claro esto. A mí cuando fui allá también me querían cambiar y dije: “Qué pena, un momento, mi condición soy yo. No es de usted. Respete mi condición como yo respeto la suya”.

Alrededor de Geraldine se forma un grupito de chicas que la miran con sorpresa por su forma de hablar. Atrás, siguen maquillándose, bailando, fumando y coqueteando con los chicos. “¿Tú eres gay o mujer verdadera?”, le preguntan. Su cuerpo es femenino y robusto. Charlan sobre la hormona, se miran las tetas. Geraldine le pregunta a Erika si lo que tiene es de verdad o es solo un sujetador. Es por la inyección, dice. Evolucionan bien, por fortuna, porque Erika tampoco sabe que tiene derecho a la salud pública y ni siquiera sabe lo que es.

—¿Tú sabes la diferencia entre un gay y un transexual?, pregunta Geraldine.

—No, le responde Erika.

—El gay es un hombre que actúa como un hombre. Se motila. Aparenta como un niño, aunque le gusta un hombre. Las niñas trans somos nosotras. Nosotras nos estamos hormonizando.Si usted va a un centro de salud, ¿quieres que te llamen Jair o Erika?

—Erika.

Geraldine saca de su monedero dos carnets de identidad: el nuevo, que la identifica con este nombre y sexo femenino, y el viejo, con nombre, género y cara de hombre.

—¿Y usted está operada?— le pregunta alguien.

—No. Yo en los genitales no tengo operación. Es una decisión. La operación puede afectar y puede que no vaya a sentir nada cuando tenga relaciones. Yo prefiero que la persona que me va a querer me quiera como soy.

Miran fotos de vergas gigantes y hablan de chupar nalgas y pichar (tirar) y del condón.

—Nosotras tenemos que prevenir para evitar enfermedades de transmisión sexual. Yo cuando estoy con alguien, de una le meto condón. Para chupar, también le meto condón. Y cuando la van a meter, también. Porque nunca se sabe. ¿Tú sabes lo que es el VIH?

Los transgénero corren 50 veces más peligro de contraer el Virus de la Inmunodeficiencia Humana, según Amnistía Internacional, en parte por el estigma que sienten al acudir al médico. También las tasas de suicidio son insólitas entre ellos.

Ser una “mujer verdadera”, una “mujer completa”, eso es lo que anhelan. Cuenta Ivana Fred en el documental ‘Mala mala’ que de lo que no tienen, las mujeres trans quieren el doble. Simone de Beauvoir instaló la idea de que el género es un camino, no un lugar, que una no nace mujer, sino que llega a serlo. Así debió entenderlo Elsa el día en que a los nueve años, por primera vez se puso un vestido y una gargantilla. Y cada día desde entonces.

Supo que su vida sería una construcción, un camino cubierto de pestañina, de tacones, de hormonas. Que para ser mujer —o para que la reconozcan así— debería usar labial, cierto tono de voz, dejarse invitar por un hombre y barrer la casa antes de salir a trabajar de madrugada, como lo haría su madre. También un día empezaría a usar hormonas y, si Dios quiere, lograría operarse. En Guatemala y en el Amazonas, las indígenas ‘trans’ celebran un certamen de belleza que imita al de las misses, un concurso de una influencia enorme para las mujeres en Colombia, aunque cada vez divide más y ya existen iniciativas para relativizar su importancia y cambiar el modelo de mujer que perpetúa.

Una noche, Angélica recorría las casas más cercanas a La Toscana, su finca, casi a oscuras, de la mano de su novio buscando a la señora que sabe aplicar la inyección porque para ella ponerse la hormona es también de vida o muerte en ese camino. Después de mucho rato dando vueltas y salir corriendo de varias casas escapando del perro bravo, la encuentra tomando el fresco sentada en una silla en medio de la calle con sus vecinas. Angélica entra, se tumba sobre unas sillas boca abajo, se aparta el short verde fluorescente de la nalga izquierda y esconde la cara en un cojín. La hermana Laura, la única santa de Colombia y reconocida por El Vaticano por su labor en la evangelización de los indígenas, observa la escena desde un cuadro al fondo de la sala. Otras mujeres de la vereda miran con curiosidad, sin saber cuál será el mal de esa muchacha que necesita, a esas horas de la noche, una enfermera improvisada.


A la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichi, una profesora le dijo que el feminismo no es africano, que ella era feminista porque había leído demasiadas novelas occidentales. Los teóricos del poscolonialismo le podrían dar la razón porque creen que no hay esquina del mundo que se libre de la influencia de occidente, aunque las investigaciones demuestran que la lucha de género está lejos de ser solo cosa de blancos. Según Walter Lee Williams, un estudioso estadounidense del género entre los indígenas de América, hay registros de que las poblaciones ancestrales americanas no concebían el género como un concepto binario. Desde que llegaron de Asia hace alrededor de 20,000 años, las comunidades desde Alaska hasta Chile expresaron muchas versiones del hombre y la mujer, pero hoy en día queda poco rastro de esta porosidad que permitían a las casillas de lo masculino y lo femenino.

Quedan algunas huellas. En el sur de México, por ejemplo, las muxes (identificadas como hombres al nacer pero que eligen ser educadas como mujeres y asumir roles femeninos en la cultura prehispánica zapoteca) son aceptadas y deseadas por sus familias porque tienen el mandato de cuidar a los padres cuando envejecen, ya que el resto de hermanos y hermanas se casan y se van.

En Estados Unidos, un gran encuentro en los años 90 acuñó a los indígenas LGTBI el término “dos espíritus”. Hay registros de transexuales en dos centenares de comunidades nativas americanas y solían tener atributos místicos o roles de liderazgo. Cuenta John Matthews en su Biblia del chamanismo que esos indígenas creían que, al ser representación del alma, los cuerpos que compartían atributos de hombre y de mujer se veían más poderosos que el resto y elegidos, por ejemplo, para enseñar el arte de la cerámica, el tejido y la creación de herramientas de piedra. El jesuita Jacques Marquette escribió en sus memorias en el siglo XIX que el poder de los dos espíritus era tan fuerte en las comunidades de Norteamérica, que era imposible tomar cualquier decisión sin su consentimiento. Los europeos empezaron a despojarlos de ese poder, pero según la mitología Hocak, el cambio de género era una bendición de la luna, que daba al joven la orden de “tomar la falda” e incluso existían “los cambiantes” que estaban en un constante tránsito.

También en el sudeste asiático la fluidez entre géneros se manifiesta desde la antigüedad. Los hijras eran personajes públicos de gran prestigio hasta la llegada de los británicos, en 1897. La colonia los arrinconó a sus propias comunidades y nunca volvieron a desprenderse del estigma, pese a que hoy son reconocidas legalmente en India.

Un abanico de matices sobre el género puede haberse perdido en América Latina tras varios siglos de colonia durante la etapa más dura de la Inquisición española. Las selvas donde estaban los Embera fueron conquistadas a lo largo del siglo XVII, primero por la fuerza y después a través de la evangelización.


—De gays o de homosexuales, si te pones a hablar con los mayores es muy poco lo que te van a decir, porque eso no tiene ese nombre. Occidente lo encasilla pero ese encasillamiento es netamente occidental. —Dokera Domicó, también conocida como Dayana, es Embera Katío, tiene 23 años, es antropóloga y está investigando para su tesis sobre el género en las comunidades Embera porque una profesora de la universidad en Medellín le preguntó en tercer semestre cómo era eso del género entre los indígenas y ella se dio cuenta de que nunca se lo había planteado. No sabía de qué le estaba hablando. “Es cuando usted se sumerge en el mundo occidental cuando se hace la pregunta”, explica.

En Embera no existe la palabra “transexual” o “transgénero”. Lo más cercano, según el dialecto de cada zona, sería mukira pa, hombre falso, o wera pa, mujer falsa. Pa es lo falso, mostrar lo que no es.

Durante su investigación, Dayana escuchó a familias decir que si el hijo mayor había salido así, también el resto se iban a corromper. Y que por eso los echaban de la comunidad. Que suelen utilizar un término genérico y casi siempre despectivo de “marica” porque no conocen la diferencia entre un transexual o un homosexual.

Los líderes insisten en que “eso” no existe entre los indígenas, que qué significa eso de L, G, T… que como mucho se puede acudir a los cuentos ancestrales y buscar paralelismos. Una vez, las autoridades le dijeron a Dayana que “eso” se puede curar y en seguida ella pensó que si tiene cura, entonces es porque lo tratan como una enfermedad. Y entonces, los líderes respondían que no una enfermedad como tal, pero sí “algo que brota del cuerpo”.

—En nuestros cuentos, varios géneros no hay. En la ley de origen Karagabí, el creador de nosotros, hace a una mujer y a un hombre. Y luego hace a los animales, que tienen unas funciones. Cada cosa tiene una función. Este escritorio. Este tarro tiene una función de recipiente para el agua, este es un esmalte y su función es de maquillaje para tus uñas.

—¿Y qué pasa si este lápiz está hecho para escribir, pero lo uso para agarrarme el pelo?

—Pasa que le estás quitando la función que debe tener.

Dayana dice que tal vez algo así está pasando con el género y que las trans, más que ser perseguidas, tal vez deberían sentarse con los ancianos para entender qué pasa.

Angélica lleva un vestido celeste de esos que trajeron las monjas y que le enseñó a coser su madre. “Si vas a ser mujer, al menos serás como nosotras”, le dijo tres años después, cuando decidió regresar a su comunidad de visita. También lleva el okamá, su collar tradicional que en Embera significa tejer el camino y que todas visten como una forma de aferrarse a lo que son, de hilar su regreso. Angélica y Elsa se quieren ir ya. Mañana. A cualquier parte. O de regreso a su comunidad, porque la nostalgia les puede. Fernanda, al día siguiente de esa parranda, no podía pensar ni en el sancocho levantamuertos.

"Hay veces que queremos dormir todo el día", resopla Elsa. Yo no tengo nada, voy andando así", añade. Y hace el gesto del vacío. "Ya estoy pensando en regresar. Uno no puede estar tanto tiempo lejos, sin visitar a su mamá. Yo no quiero morir acá".


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