Cada principio de temporada, invierno o verano, sucede lo mismo. Me enfrento a la terrible tarea de organizar, acomodar y ordenar prolijamente el ropero de mis hijas. Armo filas de remeras, prolijamente ubicadas por color; cuelgo amorosamente los vestidos que tanto le gustan lucir a mi hija menor; busco los pares de medias, que parece que constantemente presentan un pedido de divorcio de su compañera y reviso los zapatos para distinguir cuáles necesitan un descanso, luego de haber sido cómplices incansables de las aventuras de mis niñas.