Pena de muerte: Proceso fallido
Por Raúl Peimbert
Houston, Texas- La ejecución del mexicano Edgar Tamayo responsable del asesinato de un policía hace 20 años avivó la polémica sobre la aplicación de la pena de muerte en este país y generó fricciones en la relación entre México y los Estados Unidos ante la falta de cumplimiento de leyes y acuerdos internacionales, principalmente del gobierno del estado de Texas.
Sin embargo, las cosas han ido cambiando. Hasta hace poco tiempo, la discusión sobre la aplicación de la pena máxima mantuvo dividida a la opinión pública norteamericana entre aquellos que no descansaban hasta ver muerto al acusado y quienes se oponían a lo que muchos catalogan de barbarie.
Pero en los últimos años, los detractores de la pena de muerte han ganado terreno y de acuerdo a la última encuesta Gallup sobre el tema, en el 2013 un 60 por ciento de los entrevistados dijo estar en desacuerdo con esta práctica instituida nuevamente en Estados Unidos a partir de 1976.
Los resultados deben llamar nuestra atención porque, hoy más que núnca, lejos de discutir el efecto social de la ejecución per se, la población estadounidense cuestiona el procedimiento legal para llegar a la aplicación de la condena. Es decir, son los errores, las omisiones, las deficiencias, la corrupción y hasta el racismo evidente el que, en muchos casos, ha logrado cambiar la percepción y la simpatía que muchos sentían por llevar a la muerte a los condenados. El 40 por ciento de quienes se oponen afirman que esta pena no se administra en forma justa.
Como en muchos otros países, las instituciones y los procesos judiciales en Estados Unidos están en el entredicho, carentes de la confianza de una buena parte de la población.
Del otro lado está el efecto real que una ejecución conlleva. Decía mi abuela que “muerto el perro se acabó la rabia” y habría razones para considerarlo cuando, efectivamente, se trate de delincuentes cuya rehabilitación es imposible, excepto por enfermedad, y cuyo comportamiento pone en riesgo la vida y la integridad del resto de los miembros de nuestras sociedades. Pero esta afirmación tampoco parece tener sentido en nuestros días.
Baste decir que en Texas, lugar donde se ha llevado a cabo el mayor número de ejecuciones, 19 de las 39 realizadas en todo el país durante el 2013, y en donde su gobernador, Rick Perry, encabeza la lista de mandatarios con más homicidios legales realizados desde su arribo al poder en el año 2000, es también un estado con alta incidencia de violencia y crimen. Digamos entonces que el castigo muy ejemplar no ha sido.
Las tendencias empiezan a ser claras y en Estados Unidos, el único país ejecutor del continente americano, el número de condenas de muerte cumplidas disminuye y sus Estados dejan de ser verdugos para ingresar a las filas abolicionistas.
Tal vez Usted como yo, en este o en cualquier otro país, quisiera dar el máximo castigo a quien mata a sangre fría y sin ningún remordimiento, a quien secuestra y extorsiona, a quien encamina al vicio a nuestros hijos o al corrupto que roba impunemente del erario público.
Pero nuestros niveles de frustración y rabia no deben hacernos perder de vista que la pena de muerte empieza a ser un método cuestionado por los limitados alcances de su aplicación, sobre todo ante la ausencia de un estado de derecho que garantice procesos justos y transparentes.
Ahí, en esto último, es donde debiera residir nuestra máxima exigencia social, ahora y siempre. Cueste lo que cueste.