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Existe un "botón" del placer que muy pocos seres humanos conocen. Esta es la razón

¿Y si existiera una manera de lograr la misma sensación que se puede conseguir con las drogas, en cualquier momento y lugar, sin los efectos secundarios químicos?
2 Ene 2017 – 10:21 AM EST
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¿Y si existiera una manera de lograr la misma sensación que se puede conseguir con las drogas, en cualquier momento y lugar, sin los efectos secundarios químicos? ¿o si pudiéramos sentir un placer indescriptible cuando quisiéramos? Esa tecnología existe y han tenido acceso a ella un número limitado de personas.

Es probable que cuando dieron con dicha posibilidad pensaran que todo poder implica una responsabilidad. Quizá por ello, no es de extrañar que semejante instrumento de la felicidad este guardado en el baúl de las posibles armas de destrucción masiva que podrían arrasar nuestra propia existencia. Una poderosa tecnología a la que sólo se tiene acceso bajo una serie de situaciones/prescripciones limitadas.

Hablamos de lo que se ha denominado como la evocación de placer a través de la estimulación eléctrica cerebral, y todo comenzaría en 1954, como tantas veces en la ciencia, de manera fortuita.

El botón del placer

Ese año los investigadores James Olds y Peter Milner dieron con lo que luego ha pasado a llamarse centro de recompensa del cerebro. Ambos estaban estudiando la parte del cerebro llamada formación reticular. Cuando estimulaban esta estructura neurológica del tallo cerebral con electrodos implantados los investigadores eran capaces de causar en los ratones de laboratorio un efecto de no repetición. Los animales evitaban la acción que les provocaba la sensación.

Ocurre que durante las primeras pruebas, los electrodos no siempre terminaron en las áreas del cerebro donde los investigadores estaban apuntando. El electrodo de un animal en particular se perdió dicha formación y se dirigió en su lugar al área septal que se conectaba con el hipocampo, el actor principal de la memoria.

¿Qué ocurrió? Que el animal pasó a comportarse de manera inesperada: en lugar de evitar la acción que le provocaba la descarga eléctrica, repetía una y otra vez la acción tras la descarga. Así fue como Olds describió el suceso en Scientific American:

En el experimento de prueba que estábamos usando, el animal se colocó en una caja grande con esquinas etiquetadas como A, B, C y D. Cada vez que el animal fue a la esquina A, su cerebro recibía una suave descarga eléctrica. Cuando se realizó la prueba en el animal con el electrodo en el nervio rhinencephalic, el animal volvía a la esquina A. Después de varias vueltas a la zona A en el primer día, finalmente fue a un lugar diferente y se durmió. Sin embargo, al día siguiente parecía aún más interesado en la esquina A. En este punto asumimos que el estímulo debía provocar la curiosidad; todavía no pensamos en ello como una recompensa.

Tras una experimentación adicional sobre el mismo animal antes indicado, para nuestra sorpresa, su respuesta al estímulo era mucho más que curiosidad. Al segundo día, después de que el animal había adquirido la costumbre de volver a la esquina A para ser estimulado, comenzamos tratando de alejarlo de la esquina B, dándole una descarga eléctrica cada vez que pasaba en esa dirección. En cuestión de cinco minutos el animal estaba volviendo a la esquina B. Después de esto, el animal podría ser dirigido a casi cualquier punto bajo la voluntad del experimentador. Cada paso en la dirección correcta fue pagado con una pequeña descarga; a su llegada al lugar designado el animal recibió una serie aún más larga de choques.

Lo que habían descubierto estos primeros experimentos es que la aplicación de una pequeña descarga eléctrica dirigida a los centros de recompensa del cerebro proporcionaba un mecanismo de retroalimentación positiva extremadamente potente. Incluso si a un animal se le privaba de alimento durante 24 horas, cuando se enfrentaba a una elección entre la comida o el lugar donde recibiría la estimulación cerebral, no había duda, elegía la segunda.

Llegados a un punto, los investigadores construyeron un aparato en el que un animal podría utilizar una palanca para activar la corriente eléctrica. Después de aprender el funcionamiento del mecanismo, el animal se estimulaba su propio cerebro regularmente, a intervalos de una vez cada cinco segundos.

El área septal era el centro del placer del cerebro. Sin duda, habían creado una máquina perturbadora en muchos sentidos. Una máquina capaz de convertir a los animales en yonkis del placer. Así que llegados a este punto, es posible que te estés haciendo la pregunta, ¿qué efecto podría tener en los seres humanos? ¿cómo puede ser que no haya oído jamás de ella? O quizá más inquietante, ¿estamos preparados para dicha tecnología?

Posiblemente, lo ocurrido a mediados de los 70 supuso un punto de inflexión para que aquello se mantuviera con cierta discreción. Lo ocurrido por aquellas fechas, aunque más cercano a la ciencia ficción, fue un hecho verídico y ciertamente oscuro de la ciencia.

Heath: jugando a ser dios

Se llamó paciente B-19. Un joven descrito en los libros de la ciencia como problemático. Tras abandonar la escuela secundaria había dado tumbos por la vida, en trabajos dispersos y con muy poco futuro: desde empleado de almacén, hasta portero de seguridad o trabajador de una fábrica que finalmente se declaró en bancarrota. El joven un día decidió cambiar su futuro alistándose en el ejército, aunque poco después quedaría estigmatizado.

B-19 era expulsado y repudiado por sus compañeros por presentar tendencias homosexuales. Ese mismo chico, ahora más perdido de lo que jamás lo estuvo en su vida, acabó siendo un vagabundo adicto a las drogas. El joven se pagaba los vicios vendiendo su cuerpo a otros hombres.

Pero antes de que su final no tuviera vuelta atrás, el joven tuvo un encuentro con el doctor Robert G. Heath, profesor de la Universidad de Tulane. Heath fue un psiquiatra norteamericano cuyo trabajó estuvo centrado en la psiquiatría biológica, en la búsqueda de los problemas de la mente a través del tratamiento de medios físicos.

Poco después su investigación se centró en las investigaciones de James Olds y Peter Milner. A partir de 1954 comenzó a experimentar con implantes similares a los electrodos de ambos investigadores. Con una diferencia: en lugar de animales de laboratorio, Heath prueba con el cerebro humano. Estos primeros trabajos los realizó con sujetos y pacientes con enfermedades mentales de los hospitales del estado. Apoyado en las posibles consecuencias sanadoras que podría obtener, su estudió vio la luz, aunque siempre bajo la lupa e inquietud de la comunidad científica de la época.

Tras el descubrimiento de los centros de placer del cerebro de Olds y Milner en el 54, Heath centró su investigación en el ser humano. ¿Qué ocurrió? Que el hombre encontró que el uso de la estimulación eléctrica en estas áreas del cerebro tenían un efecto similar al de los animales de laboratorio. Dicho de otra forma, encontró que los sujetos obtenían un placer inmediato.

Junto a los electrodos, el equipo de Heath dio un paso más allá implantando un tubo llamado cánula que podría suministrar dosis precisas de productos químicos directamente en el cerebro. Cuando los investigadores inyectaron el transmisor de impulsos nerviosos llamado acetilcolina en el área septal de una paciente, los investigadores registraron una “actividad vigorosa”, un placer descrito por la paciente como “intenso” que llegaba a producirle orgasmos que duraban hasta treinta minutos.

Con esta información, una tarde de 1976 Heath acababa su jornada de trabajo. El hombre toma su coche para regresar a casa cuando al pasar por una calle oscura divisa a un joven tumbado en el suelo. Parecía borracho o herido. Heath detiene el coche y se baja para atenderle. Allí, delante del tipo postrado en el suelo, piensa que ese chico podría ser un sujeto potencial para sus estudios.

Lo recoge, lo lleva a una clínica y antes de despedirse le da una tarjeta con su dirección de trabajo. Le dice que se pase por su despacho, que es posible que tenga algo para él. Pocos días después el joven se encuentra en el despacho del doctor. El joven le cuenta la mala suerte que ha tenido en la vida, le dice que es homosexual y que ahora sólo siente apatía por el sexo, un aburrimiento intenso en la vida y un complejo de inferioridad al resto, depresivo, apesadumbrado… el chico termina confesándole al doctor que el suicidio rondaba por su cabeza últimamente.

Tras ese primer encuentro Heath no tuvo ninguna duda. Ese chico iba a ser el paciente B-19, el candidato perfecto para un experimento que llevaba tiempo contemplando. Tras años investigando la estimulación eléctrica del cerebro en el área septal, la cual desencadenaba sentimientos de intenso placer y excitación sexual, Heath se había preguntado si su investigación podría cambiar a un ser humano. B-19 debía ser la respuesta.

Un experimento inaudito bajo la siguiente premisa: ¿podría cambiar la orientación sexual de un hombre?

Convirtiendo a un homosexual en un heterosexual

Heath había descubierto que, además de un centro de placer, el cerebro tenía un “sistema aversivo”, algo así como un centro de castigo. Mediante la estimulación de las regiones el hombre aseguraba que podía volver a una persona temporalmente en un maníaco homicida, o bien en la persona más feliz del mundo.

Así dio comienzo el experimento destinado a transformar a B-19 en un heterosexual. Heath implantó electrodos de acero inoxidable con aislamiento de teflón de 0,007 centímetros de diámetro en la región septal del cerebro del paciente. Tres meses más tarde, una vez que B-19 había sanado completamente de la cirugía, el programa de conversión estaba listo para comenzar.

El primer día B-19 se encontraba en una sala a oscuras. De repente se enciende una pantalla y comienza una película pornográfica de carácter heterosexual. Al mismo tiempo se iniciaba el electroencefalograma (EEG) para seguir la actividad en el cerebro de B-19, quién a su vez estaba sentado visualizando la sucesión de escenas de contenido sexual entre un hombre y una mujer.

B-19 no muestra ninguna respuesta significativa. Según Heath, se mostraba “de forma pasiva y sus ondas cerebrales mostraban únicamente una actitud de baja amplitud”. Por tanto y según el doctor, se confirmaba la homosexualidad del chico debido a su “falta de interés en la pornografía heterosexual”.

Y es aquí cuando el hombre inicia la estimulación septal. B-19 recibe un par de minutos de terapia cada día, o lo que es lo mismo, una serie de leves choques diarios directos al cerebro. El doctor rápidamente percibe que a B-19 le gusta la sensación. El paciente le indica que era similar al efecto que sintió cuando tomó por primera vez anfetaminas. Tras una semana intensiva, el humor del paciente había mejorado notablemente, estaba más relajado, sonreía más y aparecían indicios de motivación sexual.

La siguiente fase estuvo marcada por la construcción de un improvisado dispositivo del doctor que permitía a B-19 apretar el botón y lanzarse él mismo el tratamiento de choque. Dicho de otra forma, le había construido una herramienta para “saciarse” cada vez que quisiera. Era, como Heath dijo “igual que dejar suelto en una tienda de dulces a un adicto al chocolate”. Durante una sesión de tres horas, B-19 llegó a presionar el botón más de 1.500 veces, aproximadamente una vez cada siete segundos. Para Heath:

Durante estas sesiones, B-19 se estimuló a sí mismo hasta el punto de que, tanto en su comportamiento como forma introspectiva, estaba experimentando una euforia casi abrumadora… y dicha euforia tenía que ser desconectada.

De esta forma, al final de cada sesión B-19 se quejaba y pedía que no le quitaran el botón del placer. Suplicaba a diario que le dejaran presionarlo una vez más. Fue una etapa donde el sujeto parecía encontrarse bastante bien. El investigador registró que su libido se había disparado porque estaba expresando interés sexual en casi todo aquello que tuviera connotaciones de esta índole, incluso en las mismas enfermeras que trabajaban para el doctor. Cuando Heath le mostró la película porno a B-19 otra vez, el joven ya era otro:

Las imágenes lo convirtieron en una máquina de excitación sexual. De repente, el joven tenía una erección y más tarde comenzó a masturbarse hasta llegar al orgasmo. Realmente, estábamos ante otro, el hombre había cambiado.

En los siguientes días, el estado de excitación de B-19 se hizo cada vez más patente y vigoroso. Quizá por ello Heath decidió que era el momento de dar el siguiente paso. Le daría a B-19 una oportunidad de tener relaciones sexuales con una mujer, algo que jamás había hecho antes. Hasta ese momento, todas sus relaciones sexuales anteriores habían sido con hombres.

Para ello Heath acudió al fiscal general del estado. Tras recibir el permiso organizó un encuentro con una prostituta en 21 años, una joven que debía visitar el laboratorio. A la chica se le había advertido que la situación no iba a ser lo que se dice normal, sino más bien... un tanto distinta. Sin inmutarse, la joven intrépida aceptó el trato por 50 dólares.

Unas horas antes del encuentro Heath había cubierto todo el laboratorio con unas cortinas negras con el fin de darle a B-19 y su cita un poco más de intimidad y privacidad. También pensó en colocar algunas velas e incluso llegó a preparar una banda sonora con Barry White como eje central, pero luego se arrepentió pensando que, después de todo, aquello era un lugar para la ciencia, no un burdel.

Poco antes de la hora señalada, Heath le ofrece a B-19 unas pequeñas dosis de auto-estimulación a base de choques para estar preparado ante el encuentro inminente.

La escena del encuentro entre ambos tuvo que ser un shock para la joven. Por mucho que se considerara una persona valiente, es posible que la chica pensara que “raro” no era exactamente lo que describiría ese primer encuentro. B-19 no solo estaba “ultra motivado” gracias a las pequeñas descargas, cuando la chica entró se encontró a un joven sobreexcitado al que le salían cables de la cabeza, los mismos que le iban a permitir a los investigadores monitorear sus ondas cerebrales durante el encuentro. Mientras, en la habitación contigua, dicho equipo aguardaba a que la acción diera comienzo.

B-19 se mostró lento al inicio. Se pasó las primeras horas retrasándose de manera nerviosa, se dedicó a hablar con la chica de sus experiencias con las drogas, de su homosexualidad y de sus cualidades negativas y errores en la vida. Al principio, la prostituta le dejó que se tomara su tiempo, pero a medida que empezó la segunda hora del encuentro la joven comenzó a sentirse intranquila.

Parecía claro que ella no quería pasar todo el día junto a este extraño, así que para acelerar las cosas, se quitó la ropa y se acostó junto a él. En este punto y aunque parezca una novela erótica ciberpunk, recordamos que esto fue real, la descripción que realizó Heath sobre el experimento publicado en el Journal of Behavior Therapy and Experimental Psychiatry fue de la siguiente forma:

De una manera paciente y de total apoyo, ella le animó a pasar algún tiempo bajo su propia exploración manual mientras examinaba su cuerpo, dirigiéndolo a las áreas que eran particularmente sensibles. A veces, el paciente hacía preguntas y buscaba el refuerzo en cuanto a su rendimiento y progreso con el fin de que hubiera una respuesta directa e informativa. Después de unos 20 minutos de dicha interacción, ella comenzó a tener sexo encima de él, aunque al principio él era un poco reticente a alcanzar la penetración. Acto seguido el intercambio le dio a ella un orgasmo que al parecer él también fue capaz de sentir.

Emocionados, él sugirió que ella se diera la vuelta con el fin de que pudiera asumir la iniciativa. En esta posición, a menudo se detuvo para retrasar el orgasmo y aumentar la duración de la experiencia placentera. Entonces, a pesar del entorno y el estorbo de los cables de los electrodos, B-19 eyaculó con éxito.

Tras el éxtasis, las palabras de Heath no pudieron ser más que una exclamación: ¡¡Misión cumplida!! En lo que se refiere a Heath, B-19 era ahora un heterosexual sin la menor duda. Unos días más tarde Heath liberaba al joven viril al mundo. El doctor comprobaría su progreso un año más tarde, y anotaba con satisfacción que las nuevas inclinaciones heterosexuales de B-19 aparentemente habían persistido, ya que el paciente le había informado de una aventura con una mujer casada.

Para desgracia del profesor, también le confesó que participó de experiencias homosexuales en dos ocasiones, ambas cuando se había visto con la necesidad de obtener dinero y conseguirlo de la manera más rápida posible. Sin embargo, el propio Heath se cegó y declaró su experimento como un éxito. El hombre predijo “el uso futuro y efectivo de la activación septal para reforzar el comportamiento deseado y la extinción de un comportamiento no deseado”.

Y aquí le perdemos la pista y el destino posterior de B-19, quién tras el último renglón escrito por Heath sobre su aventura catártica en el laboratorio nunca más supimos sobre su devenir. Por tanto, no está claro si B-19 realmente se transformó en un heterosexual, o si por el contrario, aquello fue simplemente una experiencia en su vida, lo que parece más probable.

En cuanto a Heath, el hombre continuó su trabajo con la estimulación septal, aunque jamás intentó otra conversión sobre las orientaciones sexuales. Durante el resto de esa década trabajó en el desarrollo de una especie de batería, un marcapasos cerebral. Un dispositivo que sería capaz de ofrecer niveles bajos de estimulación en el cerebro para calmar a pacientes extremadamente violentos o deprimidos. Sin embargo, la comunidad médica se mostró siempre reacia a aceptar el trabajo de Heath.

Más sorprendente aún, la implantación de electrodos septales para el uso puramente lúdico o recreativo jamás se llevo a cabo. ¿Por qué? Quizás tras los estudios de Heath y sus contemporáneos se arrojaron más dudas que certezas sobre la capacidad que tendríamos para asimilarlo.

Hoy en día la tecnología médica permite que dichos electrodos sean totalmente implantados en el cuerpo humano, pero son una rareza que se utiliza en casos específicos y extremos. Algunos especialistas en bioética creen que dicha tecnología debería ponerse a disposición del ser humano en la búsqueda de esa felicidad que, teóricamente, todos persiguen.

Sin embargo y como contraposición, los científicos hoy explican que el centro de placer del cerebro evolucionó para guiar nuestras acciones y motivaciones, recompensándonos cuando lo hacemos bien. Por tanto, se cree que un dispositivo de placer podría distorsionar nuestras propias ambiciones o buen juicio. Otros en cambio simplemente lo rechazan bajo la idea de que la propia infelicidad y el dolor marcan nuestro carácter en la vida, sin ellas, simplemente dejamos de ser humanos.
Los científicos hoy explican que el centro de placer del cerebro evolucionó para guiar nuestras acciones y motivaciones, recompensándonos cuando lo hacemos bien

Por último, entre los detractores se encuentran aquellos que muestran preocupación por el hecho de que la mayoría de recompensas disminuyen su valor después de una exposición prolongada. Por esta razón este tipo de tecnología podría erosionar lentamente la capacidad de una persona para sentirse bien.

Claro que todo esto no son más que conjeturas, y la única verdad es que no hay manera de saber con certeza de qué forma un ser humano puede cambiar en respuesta a dicha tecnología. Y es que de la misma forma, también podríamos señalar que hay quien no se cansa de otros estímulos en toda su vida, como los alimentos o el propio sexo.

De lo que no cabe ninguna duda es de que la idea de implantarnos unos electrodos en el cerebro en la búsqueda del placer es, todavía hoy, una idea perturbadora y espeluznante para la mayoría de la gente. No parece que vaya a surgir en un futuro próximo, pero quizás en décadas, cuando las mejoras tecnológicas en el cuerpo humano comiencen a convertirse en un lugar común y sean una realidad, entonces sí, este tipo de ideas podrían ser una realidad.

Y entonces también, será el momento de volver a preguntarnos:

¿Estamos preparados para tener un botón del placer y lo que eso conlleva?
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